sábado, 4 de septiembre de 2010

Crónica 1

Con el carbón algo humedecido por estas merecidas vacaciones, pero con mucha leña por quemar, nuestra Forja de Relatos vuelve a avivavando cada día más la lumbre de nuestra imaginación.

viernes, 27 de agosto de 2010

Lee entre líneas


Me gustaba esa biblioteca por estar aparatada del pueblo, por representar la tranquilidad que se supone que debe haber en ellas y sobretodo me gustaba observar el misterioso encargado, su aspecto juvenil contrastaba con los años que mostraban tener las paredes con el yeso humedecido y los estantes agujereados por las colonias de termitas del lugar.
No solía ir mucha gente, la mayoría prefería ir a la nueva biblioteca que hasta tenía una cascada en el centro encerrada en una columna de cristal para que la humedad no maltratara los libros; yo prefería el adorno de la nostalgia que encerraba la vieja librería.
Acaricié suavemente con la yema del dedo índice los lomos de los libros perfectamente encajados en su estante, me detuve en uno, lo saqué de su sitio y miré al encargado:
- Debes de tratarlos muy bien… - Bajé la mirada al libro y me fijé en el titulo- dicen que los libros son muy orgullosos, que si los dejas nunca vuelven.
Él sonrió y se esforzó por esconder ese reflejo llevándose un dedo a los labios:
- Sssh! Aunque estemos solos sigue siendo una biblioteca.
Me acerqué al mostrador tras el que se escondía y entregué el libro:
- Me llevo éste.
- No está en préstamo, ¿ves la pegatina roja? Indica que es un ejemplar de consulta. Fuera de préstamo. –luego añadió dudoso- creía que se habían llevado todos los libros de consulta a la nueva biblioteca…
- Qué puntería la mía… Entonces, ¿tendré que venir aquí a leerlo?
- Exacto.
Al salir de la biblioteca me deshice de la tira de pegatinas rojas que llevaba en el bolsillo, el corazón me latía nervioso... “me encanta la vieja biblioteca”.

jueves, 28 de enero de 2010

Lamentos

Entre relinchos de caballo, el crujir de las astas i el rechinar del acero contra el acero, pocas personas lograba oír los gritos de dolor que emitían los participantes en las justas, en cambio, sí podían apreciar sus muecas de congoja mientras yacían en el suelo esperando a que dos porteadores los sacaran arrastras. Al fin y al cabo para eso habían pagado unas pocas monedas.

A pesar de ser la principal atracción, la feria traía muchas mas cosas a parte de morbo y sadismo: un enorme mercado, talleres de remiendo y reparaciones, juegos para pequeños y espectáculos. Entre estos últimos destacaban los espectáculos de fuego, donde un hábil acróbata, vestido con un curioso ropaje de colores llamativos, hacía danzar pequeñas bolas de fuego, escupía llamaradas o bailaba entre fuentes luminosas.

Todo el mundo admiraba al acróbata, deseaban poder hacer lo que él hacía e ir de pueblo en pueblo exhibiéndose para ser admirados. No obstante, no era el joven saltimbanqui el que llenaba sus bolsillos con las monedas arrojadas, sino el alquimista, un hombre muy leído y culto, habitualmente de avanzada edad, y que por descontado, era el dueño de todo el tenderete. Muchos se preguntaban por qué motivo, siendo el acróbata el hábil protagonista, al final del día era el alquimista quien contaba las monedas. La respuesta es muy sencilla, el saltimbanqui, sin los secretos del alquimista, tan solo sería un bufón más, haría malabares con pelotas de cuero y arena, y saltaría por aros de hierro sin ningún aliciente especial. Así pues, el acróbata era un títere del alquimista, alguien de quien dependía para comer y a quien, supuestamente, debía estar agradecido.

Todos estos espectáculos fueron cogiendo importancia y popularidad, tanta, que en la corte se contrató un alquimista y un grupo de acróbatas para disposición particular del los nobles.
No contento con esto, el Rey manifestó su anhelo por conocer los secretos de la alquimia ¿Como podía ser que las bolas no quemasen en la mano del malabarista, porqué no ardía el saltimbanqui antes de escupir el fuego y como prendía el aro de hierro por el que saltaba el acróbata?

Tras someter el alquimista a su voluntad, lo obligo a revelarle todos los secretos que contenían sus conocimientos, pero dadas sus limitaciones no comprendía muchas de las formulas explicadas y mucho menos el proceso que debían seguir las plantas y otros animales después de morir para convertirse en algo tan productivo. Sin embargo sí que comprendió como podía explota y sacarle partido a esos conocimientos, pues todos los otros reinos estarían interesados en comprar mejor combustible que el aceite y la leña, por no hablar de todas las aplicaciones bélicas que podían tener.

Al cabo de seis meses los muchos ciudadanos acampados fuera de las murallas lamentaban la degeneración sufrida por la ciudad. Día tras día veían entrar carromatos cargados con tinajas de brea, en la parte posterior, sentados, los trabajadores cubiertos hasta el cuello de esa sustancia untuosa de aspecto grisáceo pútreo, por entre la cual asomaban llagas y heridas producidas por la acidez y la descomposición de los pantanos.
Un rápido vistazo a la ciudad permitía ver la oscura nube producida por los vapores, que increíblemente estática, parecía tener la intención de aguardar hasta el momento de cernirse sobre la ciudad y engullirla para si.
Frecuentemente se avistaba como un par de guardias, ocultos detrás de una especie de mascarilla de cuero bastante rudimentaria, arrojaban desde las almenas otro cadáver al foso.

Muy de vez en cuando, el Rey pasaba a visitar su antiguo hogar, convertido ahora en una mina de oro, inspeccionaba que todo estuviera en orden y regresaba trotando a su nuevo y más lujoso castillo. En su nueva vida, el Rey, desayunaba un suculento banquete cada día, recibía invitados importantísimos, hacía bailes cada noche y al acostarse le hacía el amor apasionadamente a su mujer, cada día una mas joven.

A media noche se despertaba agitado, sudoroso, tras incorporarse observaba el torso desnudo de la joven que yacía a su lado y sentía profundas nauseas. A su mente solo venían imágenes escalofriantes: indijentes, antiguos pastores cuyos animales habían sido intoxicados, cuerpos semidescompuestos ardiendo en una inmensa pira, pues ya no cabían más en el foso, y finalmente el cuerpo irreconocible de su alquimista, cubierto de ampollas y pústulas producidas por las altas temperaturas de la destilería. Se levantaba de la cama y murmuraba entre lágrimas, ¿por qué a mí? Se sentaba en el pequeño tocador y se observaba en el espejo, donde no veía su rostro, sino una figura sombría, oscura, casi podía sentir el olor fétido que reflejaba, bajo la desesperación se agarraba con furia la cara y deslizaba las manos hacia abajo hasta que metía los puños en la boca para contener un grito de pavor para después caer exhausto sobre el frió mármol de su lujosa habitación.